Oscar Wilde decía que sólo hay dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo. Yo escribo porque sí. Quizás es porque me siento más pequeña, pusilánime e inútil de lo que me suelo sentir. O porque detesto ver como disminuye progresivamente la luz natural que entra por mi ventana. Aunque, pensándolo mejor, creo que es porque estoy total y profundamente enamorada. Enamorada de las palabras. De las palabras que dicen todo. Y de las que no dicen nada. De las que he escrito y de las que se han quedado en la punta de mis dedos o de mi lengua intentando escapar y dejándome aturdida.
No sé por qué me sucede esto. Quizás sea mi desmesurada pasión por los libros o por mi profunda admiración a tantos escritores. O porque tengo el corazón -o el compartimiento interior donde se alojan los sentimientos- muy vacío. O muy lleno de cosas innecesarias.
Lo que siento por las palabras debe de ser similar -por no decir exacto- a lo que sienten los drogodependientes por esas substancias. He de decir que soy tan profundamente panoli y nunca he probado drogas ni estupefacientes -de hecho, no estoy segura de que esta última palabra se escriba así- que no sé cuáles son las sensaciones que producen, pero puedo asegurar que lo que siento por la escritura y la lectura lo debe superar con creces. Para mí las palabras son un hogar. O mejor dicho, un refugio. Un refugio de mí. De vosotros. De él. De ti.
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